Mi descubrimiento de América
-135 días, 20 horas y 31 minutos desde aquel día en que descubrí a América-.
América camina sola por la ciudad, con los labios partidos, el cabello muy despeinado pero ordenado de forma muy particular:
Caos, pereza, labios rojos, uñas púrpura, botella de vodka bajo la bolsa, botas negras despintadas y mallas rotas.
La chica perfecta sabía que me iba a chingar desde que la vi venir y venirse por esa calle de nombre (xxx) que ya no recuerdo.
Me miraba directo a los ojos como diciéndome:
Te haré mierda pero te gustará».
Y lo hizo, y me gustó no lo niego, fue excelsa la forma en la que me dejó pisar su territorio enmarcado por una silueta delgada, casi anoréxica. Me dejó tocar el cielo bajo su falda negra, un cielo tormentoso, un cielo que era cálido, un cielo de clima tan cambiante que se volvía rojo cada 28 días y se ponía insoportable.
Sus labios rojo carmesí se estremecían cada que me absorbía la marea blanca que escurría en mi interior cuando la veía estrujando mi cuerpo y aferrándose a mi cintura mientras tenía la boca abierta, falta de aire y las cejas levantadas en señal de mal viaje, no era tan mala después de todo.
Disfrutaba a cada instante su estúpida idea de saltar al boulevard y evitar ser atropellados por las borracheras, por los autobuses, por las manifestaciones, por los malos viajes.
Le excitaba la idea de ser tomados por la federal y los granaderos para ser trasladados a algún anexo por andar viajados todo el día en nuestras marchas anarquistas buscando independencia de las sustancias tóxicas que cada día nos hacían más mierda, surcar líneas de azúcar blanca de vez en cuando le encantaba.
Nos vimos cruzando la ciudad de arriba a abajo incontables veces, me aprendí el nombre de cada calle como la forma de su cuerpo cóncavo y convexo, como el número de lunares que guarda detrás de la nuca y la cantidad de cicatrices que escondía bajo las mangas de su chamarra azul mezclilla.
Depravada, inconsciente, extremista, afeminada, junkie ocasional, insensata al momento de hablar.
América y sus Indias escondidas eran tan impredecibles como los sabores que constantemente mostraba mientras nos tragábamos, sus islas escondidas bajo un sostén negro con encaje hacían de su encanto algo incomparable, paraísos artificiales llenos de afrodisíacas sensaciones, eran sus labios partidos por el cigarro.
América, disidente de esta sociedad en ruinas, amante del cielo y sus imecas inundado de smog amarillo, fase tres era su indicador para salir por las noches a beber, ella siempre circulaba a toda hora toda la semana, los 365 días del año, tenía estampa roja con holograma cero, ella no contaminaba nada, más que su cuerpo con tachas y un poco de ganja.
Como el metro se atascaba sin freno, no tenía límites de capacidad, tenía licencia para andar chida por la ciudad todo el tiempo. Jamás dudó de la existencia de la ciudad bajo el suelo, a veces dormía a tres metros bajo tierra en Revolución o en Bellas Artes.
América, Valentina… Ya no me acuerdo; se perdió como el presupuesto de la línea 12 del metro y hace más de un año que no la veo.
Cuento: Arturo Gutiérrez
Ilustración: Montsee Mondragón
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